LECTURAS | “Las esposas del Cártel”, de Olivia y Mia Flores

20/01/2018 - 12:04 am

La historia real de los gemelos Flores, quienes derrumbaron al Chapo Guzmán, contada por sus propias esposas, las narco-informantes de la historia de los Estados Unidos. Aquí, un capítulo del libro.

Ciudad de México, 20 de enero (SinEmbargo).- Vivieron en la riqueza más exuberante y en el terror más absoluto. Forjaron familias de ensueño y envenenaron a miles de personas. Construyeron un imperio binacional y luego lo atravesaron corriendo por sus vidas. Fueron socios de Joaquín el Chapo Guzmán, y se convirtieron en la pieza clave para que cayera.

La historia de los gemelos Peter y Junior Flores resume todo lo alucinante y bárbaro del narcotráfico. En esta obra, sus esposas relatan con un detalle inaudito la carrera criminal de sus maridos, desde sus orígenes en Chicago; cuentan los episodios más insólitos de sus vidas en común, delinean las redes de corrupción que campean a ambos lados del río Bravo y explican por qué sus compañeros decidieron colaborar con el gobierno estadounidense justo cuando gozaban de un poder gigantesco.

“Aunque nosotras los conocíamos -y conocemos- como los hombres dulces, cariñosos y corteses que nos trataron siempre con amor y respeto, la ley los tiene como los narcoinformantes más importantes de la historia de Estados Unidos.”

Las esposas del cártel, contada por Olivia y Mia Flores. Foto: Especial

Lee un fragmento del libro Las esposas del Cártel, de Olivia y Mia Flores, con autorización de Debate y Penguin Random House

Olivia

Yo nací en 1975 en Pilsen, un barrio predominantemente mexicanoestadounidense en el oeste de Chicago, a unos cinco kilómetros y medio del Loop.

Pilsen era un lugar de lo más marginal que había en Chicago y de pequeña yo creía que era normal que hubiera pandilleros en la esquina de mi casa. Suponía que en todas partes era así. Pero ahora que soy adulta, lo entiendo. Mi esposo y yo tuvimos una conversación hace poco. Él me dijo:

—Pilsen es un barrio de bajos ingresos.

Y yo: —No, es clasemediero.

—Nena, tú no eras de clase media.

—Sí, creo que tienes razón. Ni siquiera me había dado cuenta de aquello hasta que él lo dijo. En mi mente, vivíamos en un barrio genial porque mis padres hicieron todo lo posible por que mi hermana y yo nos sintiéramos cómodas. Mi abuelo llegó de México cuando mi papá tenía siete u ocho años, y luego ahorró suficiente dinero para traer a su familia. El proceso de inmigración no fue fácil y le tomó algunos años porque decidió hacerlo legalmente. Pero era un hombre honesto y trabajador, y no lo habría hecho de otra forma.

Papá llegó a Pilsen sin hablar nada de inglés y cuando creció su mentalidad fue la misma que la de su padre: trabaja duro, construye un patrimonio y ahorra, ahorra, ahorra. Papá estaba decidido a ser alguien de quien su familia estuviera orgullosa, así que consiguió su primer empleo a los catorce años, trabajó horas extras, regresó a la escuela y se volvió ciudadano estadounidense. Luego se convirtió en oficial de policía de Chicago y patrulló las calles todo el día, portando con valor su uniforme azul.

Él y mamá querían que tuviéramos lo mejor de lo mejor, así que nos enviaron a una escuela católica. Nos pusieron brackets en la secundaria cuando nadie más los tenía. Ahorraban todo el año, y cuando había suficiente en el banco, nos llevaban de vacaciones a Disney World. A todas luces vivíamos el sueño americano.

Al igual que papá, mamá siempre quería más. Vendía abrigos de piel en Marshall Field’s y le daban descuento en muebles de diseñador; por eso llenó nuestra casa con ellos. Era una casa pequeña, pero mamá era una gran decoradora, tanto que me hacía sentir que teníamos mucho dinero. Mamá también era superlista. Era muy decidida, muy resuelta, y tan fuerte y poderosa que casi siempre conseguía lo que quería. Era única en mi barrio. Era puertorriqueña, tenía un cuerpo hermoso y mantenía la cabeza en alto: cuando entraba a algún lado todos sabían que ella estaba ahí. Era glamorosa y siempre iba bien vestida: maquillaje, tacones y buena joyería, aunque fuera barata. Pero lo más importante era que tenía un corazón a la medida. Siempre quería algo distinto para nuestro barrio y soñaba con una vida mejor para su familia.

En casa, yo era muy tímida y, en realidad, no podía ser yo misma. Mi hermana era mi mejor amiga y mi mayor maestra: había comenzado a practicar las tablas de multiplicar conmigo cuando yo estaba en el kínder y ella en segundo de primaria. Me cuidaba y yo la seguía como si fuera su sombrita. Era una niña de papi: me aferraba a él y sólo le mostraba a mi mamá lo que quería ver o le decía lo que quería oír. Tenía la mecha tan corta y era tan controladora que, si la hubiera hecho enojar, no me la habría acabado. Pero fuera de la casa era lo opuesto. Imitaba a mi mamá: hablaba fuerte y me mostraba imponente y ecuánime. Era la niña cool de la escuela y tenía todo bajo control.

Conocí a mi primer novio en la secundaria, y aunque él tuviera dieciséis, no le importaba que yo apenas tuviera catorce. Tenía un cuerpazo y eso me hacía sentir muy segura, tratando de ser tan madura y sofisticada como mi mamá. Era virgen, pero estaba tan enamorada de mi novio que no me asustó mucho que nos volviéramos activos sexualmente desde el principio. ¿Qué sabía yo a los catorce? Pensaba que iba a pasar el resto de mi vida con ese tipo.

Después de unos meses de salir con él, comencé a vomitar y no me llegó la regla. No me alarmó: no me fijaba en esas cosas. Pero cuando descubrí que estaba embarazada, me asusté. Recuerdo haber pensado: ¿cómo pudo pasarme esto? Era de buena familia, estudiaba como loca y siempre había sacado puros dieces.

Aunque mamá promoviera la comunicación abierta con sus hijas, estaba muy asustada y avergonzada como para confesárselo. Mi hermana siempre le contaba todo, pero yo era tan tímida que me tapaba los oídos cada vez que mamá hablaba de sexo. Por eso me costó mucho trabajo hacerme de valor para decirle que estaba embarazada. Cuando por fin lo hice, ella se mostró herida y decepcionada.

—¿Qué quieres decir? —dijo—. ¡Apenas tienes quince años! ¡Te metí a una escuela privada! ¡Te di todo! Cuando mi papá se enteró, me abrazó fuerte, con lágrimas en el rostro.

—Olivia, tu mamá me dijo que estás embarazada. Te amo; haré lo que sea por ti. No quiero que te asustes. No importa qué decidas hacer, tu mamá y yo estamos contigo.

Mi hermana, que estudiaba la universidad, tomó a un autobús y vino a casa conmigo. Mamá y papá siempre habían dejado claro que la familia era lo más importante, así que decidieron que iban a apoyarme, a pesar de todo.

Sin embargo, en mi mente se forjó la idea de que ese bebé me iba a convertir en mujer. Por fin iba a ser yo misma. Mi mamá ya no iba a controlar mi vida y yo no iba a acatar más reglas. Iba a tener a mi bebé, terminar la escuela y pasar el resto de mi vida con mi novio. Estaba enamorada, era madura y mi mamá no podía decirme un carajo al respecto.

Eso no pasó. Cuando tuve a Xavier, detesté el trato estricto que me impusieron mis padres: me hicieron seguir las mismas reglas de siempre y me dieron la misma mesada. Mi novio venía a casa a visitar a nuestro hijo y mi mamá me gritaba:

—¡No puedes sentarte en sus piernas en mi casa! ¡No pueden estar juntos solos en un cuarto!

Las cosas no habían cambiado un carajo.

Pero gracias a Dios que no fue así, gracias a Dios que aún tenía la estabilidad del hogar, porque mi novio comenzó a pintarme el cuerno. Cuando le dije que quería cortar con él, me dio un puñetazo en la cara. Era la primera vez que alguien me alzaba la mano. Les mentí a mis papás y les dije que me habían dado en el ojo con una bola de nieve; permanecí con mi novio dos años más porque creí que era lo mejor para mi hijo. Ahí estaba yo, una mujer adolescente supuestamente fuerte y madura, dejándome controlar por ese hombre.

Quien por fin me salvó fue Xavier, de apenas dos años de edad. No podía dejar que viera que me derrumbaba, así que corté con su papá y nunca me arrepentí de haberlo hecho. No sentía sino enojo contra mi ex, pero mamá siempre me aconsejó que, por el bien de mi hijo, nunca hablara mal de él.

—Si rebajas al papá de Xavier, se va a sentir un fracasado. Como madre, tu responsabilidad es protegerlo siempre. Mi mamá era muy sabia y por eso acaté sus consejos. No quería influir en los sentimientos de Xavier, así que pronto aprendí a controlar mis sentimientos por su padre. Quería que fuera el papá que Xavier necesitaba, sin mi influencia. Era lo correcto.

Mis papás prácticamente fueron unos santos durante esos primeros años con Xavier. Yo trabajaba en Dunkin’ Donuts o en alguna otra chamba donde ganaba el salario mínimo y gastaba toda mi quincena en pañales, esforzándome mucho por ser responsable. Mamá prometió que metería a mi hijo a una escuela privada cuando llegara el momento.

Mi papá se convirtió en una verdadera figura paterna para él: lo inscribió a t-ball y pasaba tiempo con él cada vez que podía.

—Es mi hombrecito —decía, y subía a mi hijo a su asiento del coche para ir al parque juntos.

Yo siempre fui la niña de sus ojos, y fue igual de dulce con mi hijo.

Aunque tengan quince o cuarenta años, todas las mamás queremos lo mejor para nuestros hijos, pero no somos perfectas. Todas tenemos puntos de quiebre. A la mitad de la prepa yo tuve el mío.

Justo antes de tener a Xavier le rogué a mamá que me inscribiera a una escuela pública.

—Es una gran prepa —dije—. Está cambiando mucho. Tiene muchos programas nuevos y estaré más cerca de casa para atender al bebé.

Por primera vez en su vida, mamá cedió y dejó que me saliera con la mía. Tal vez sí me creyera, o tal vez estuviera cansada de pelear. De cualquier manera, creo que fue la peor decisión de su vida.

Era una escuela de gueto. Estaba infestada de pandillas. Plagada de drogas. El Departamento de Policía de Chicago la patrullaba y había tanta gente armada con navajas que instalaron detectores de metal a la entrada. Nadie iba a clase nunca. En vez de eso, asistían a fiestas diurnas.

Durante mi primer y segundo años fui muy responsable y me mantuve al margen de todo aquello. Por otra parte, era la primera chica de la prepa que comenzaba el primer año de estudios embarazada y desde entonces me había partido el lomo para ser una buena mamá. Me iba directamente de la escuela al trabajo y de ahí a la casa para meter a mi bebé a la cama; pero después de un tiempo ya no podía soportar esa rutina. Siempre le había dado prioridad a mi hijo, pero era joven y egoísta, así que deseaba divertirme.

Comencé a relacionarme con los pandilleros y con los que vendían drogas, y de pronto ya estaba rodeada de autos elegantes, dinero y joyas. Me encantó. Pero cuando llegaba a casa, todo lo que hacía con mamá era pelear, pelear, pelear.

—Yo no te crié así —decía—. ¡Xavier te necesita!

Yo se la volteaba y le reprochaba lo estricta que siempre había sido conmigo.

—¿Qué esperas de mí? Soy joven y también necesito tener mi vida. ¡Además, sigo sacando puros dieces!

Tal vez tuviera ausencias porque solía irme de pinta y me la pasaba de fiesta todo el día, pero sacaba buenas calificaciones en esa escuela de mierda.

Creía que era la onda, y nadie podía decirme lo contrario. Me votaron como “la más lista”, “la mejor vestida” y “la más popular” en mi salón, y me gradué en tres años, a la corta edad de diecisiete años. Me dieron beca completa en la Universidad de Illinois, en Chicago, y mis papás no podían estar más contentos. Pero después de mi segundo semestre tiré todo a la basura. No había manera de que yo esperara cuatro largos años hasta comenzar a ganar dinero, así que les dije a mis papás que me inscribiría a una escuela de cosmetología.

—Mi sueño es abrir una estética —les dije, tratando de venderles la idea de que por eso me saldría de la universidad. Les rompí el corazón.

Mi hermana estaba a punto de titularse y estaba buscando dónde hacer la maestría, ¡y yo quería ir a la escuela de belleza!

Al final, mi programa de cosmetología de nueve meses se extendió a dos años. No era mi prioridad: lo que veía en las calles era muy emocionante para quedarme al margen. No por las drogas sino por el dinero. Los pandilleros tienen autos elegantes con rines vistosos, aretes de diamantes y relojes finos. Se llevaban mucho dinero a casa, y no era de Dunkin’ Donuts. Era del gran estado de California.

A los diecisiete comencé a viajar a California para contrabandear hierba. Me subía a un autobús y hacía el viaje de dos días hasta allá, donde unos tipos y yo nos encontrábamos con el conecte. Los veía tomar un kilo de marihuana, meterlo en un saco de papas y comprimirlo con una máquina. La hierba se convertía en un bloque duro y cuadrado, que me entregaban para que yo lo metiera en mi maleta. Me subía a un camión de regreso, y al llegar cobraba unos diez mil dólares. Soy la chica más buenota y rica de Chicago, pensaba.

Hice varios viajes como ése y nunca tuve problemas. Pero en uno de vuelta tuve que transbordar en Denver.

Cuando me bajé y busqué mi maleta en el portaequipaje del autobús, ya no estaba.

—Está en otro autobús —dijo el agente de la estación—. Estará aquí en dos días.

Me quería morir. Salí lo más rápido posible de la terminal, tomé un taxi al aeropuerto y compré un boleto de vuelta a Chicago. Cuando llegué a casa, me volví loca tratando de resolver cómo rayos recuperaría el paquete que había abandonado. Entonces decidí lanzarme. Dos días después me presenté a la estación con mi identificación en mano y recogí mi cargamento, sin que nadie hiciera preguntas.

Fui temeraria. Por eso comenzaron a respetarme. Los traficantes me veían y decían: “Esa chica le sabe”, así que decidieron confiar en mí y me dieron un ascensito. Cuando uno de ellos me pidió que viajara a México y trajera un poco de yerba en el tanque de gasolina de mi auto, no dudé en aceptar.

Antes de salir de la ciudad, les mentía a mis papás y les decía que me quedaría en casa de una amiga. Sin embargo, ellos creían que iba con mis cuates, a beber y fiestear mientras cuidaban a Xavier.

Mamá siempre estaba furiosa.

—¿Cuándo rayos vas a volver? —gritaba.

—En unos días.

Nunca le dije: “Te voy a extrañar” ni “gracias por cuidar a mi hijo mientras no estoy”. Mamá no tardó en dejar de hablarme, y la única comunicación que tenía con Xavier era por medio de mi papá. Eso le rompió el corazón y, en el fondo, también a mí.

Yo trataba de convencerme de que estaba ganando dinero para mantener a mi hijo, pero en realidad era para mí. Todo lo que me importaba era mi libertad y tener una vida mejor, de una manera más inmediata, lo cual dependía de que me volviera rica. En las calles en las que pasaba el rato el dinero venía de un solo lugar: las drogas.

Fui a México varias veces durante el año siguiente. La mayor parte del tiempo las cosas salieron bien, aunque llegué a toparme con algunos problemas. En un viaje, nos interrogaron durante horas a mi amiga Maria y a mí mientras la patrulla fronteriza subió mi coche a un elevador y trató de quitarle el tanque. Maria trató de echarme la culpa:

—No es mi coche, es de ella.

No sé si fue por mi perseverancia o porque tenía el don de convencer a la gente de cualquier cosa, pero nos dejaron ir. Estaba tan furiosa con Maria que hice que se bajara en la cuneta, junto a unos animales atropellados, para que pidiera aventón de regreso. Después de quince minutos empecé a sentirme mal por haberla botado así, pero lo que más me preocupaba era que chivara. Aunque me di vuelta y la recogí, le dejé claro el mensaje: No te metas conmigo.

Ganaba buen dinero, así que me compré una camioneta negra con rines dorados y un Rólex de oro. Comencé a pavonearme con esas blusas Versace de seda que tienen monedas doradas. Todas esas cosas lindas y todo ese poder se me subieron a la cabeza y comencé a exigir más control. Quería entrar de lleno al negocio. Recluté a mis propios choferes y conseguí mi propio equipo. Entre semana armaba mis viajes, llamaba a mis choferes y volaba a México. Les pagaba diez mil dólares y me quedaba con las ganancias. Si no estaba al sur de la frontera, pasaba los fines de semana visitando discotecas, descorchando botellas y haciendo contactos de negocios. Eso validaba que era alguien importante. Antes de un viaje, mi chofer me dejó plantada. Yo podría hacerlo dormida, me dije, y decidí hacer sola el trabajo.

Por supuesto, me cacharon. Me detuvieron en un retén —no sé si fue al azar, si me veía sospechosa o si alguien había soplado— y estaba claro que esta vez no la iba a librar.

—No traigo nada —dije.

—Hágase a un lado.

No sólo había policías, sino también agentes federales, todos muy serios.

Vi a uno de los agentes llevarse mi coche al acotamiento, igual que pasó la vez que iba con Maria. Lo subió al elevador y pasó una hora tratando de quitarle el tanque.

—Ya le dije que no traigo nada.

Estaba empezando a ponerme nerviosa, pero traté de conservar la calma. Oí un traqueteo y un repiqueteo que denotaban que al fin el agente había quitado el tanque.

Mierda, pensé. Se acabó.

Sacó un ladrillo de hierba del tanque de gasolina, lo sostuvo sobre su cabeza y se lo aventó a otro agente. Luego se quitó los guantes, se acercó a mí, me puso los brazos en la espalda y me esposó.

Creo que no sabía lo que era el miedo hasta ese instante. Toda mi soberbia, mi actitud desafiante con mamá, todas las horas que pasé en las discotecas en lugar de estar en casa cuidando a Xavier, los diamantes y las botellas de champaña que había comprado durante ese último año. Todo me había llevado hasta ahí. ¿Qué chingados estaba pensando?

El agente me obligó a entrar a la patrulla y se fue. Al mirar por la ventana, lo vi entrar a una casetita en la que había otros federales. Pero en lugar de trabajar, esos vatos tenían las caras contra la mesa, metiéndose líneas de coca por la nariz. Después de unos minutos salieron dos de ellos. Uno se puso al volante de la patrulla a la que me habían subido y el otro se colocó en el asiento trasero junto a mí. En el camino, estiró la mano y me tocó el pecho.

—Por favor no me lastime —dije en inglés, porque mi español era horrible. Lo único que podía pensar era: Dios mío, me van a violar. Me puso la palma en el corazón, se inclinó hacia mí y me miró a los ojos.

—Tu corazón ni siquiera está acelerado. Seguro que no tienes miedo. Pero deberías tenerlo: yo no te voy a lastimar, pero alguien más sí. Te vas a ir a la cárcel mucho tiempo.

Estaba demasiado avergonzada como para llamar a mis padres, así que acudí a mi hermana. Se subió a un avión de inmediato y llegó justo a tiempo para la sentencia, que ocurrió a setenta y dos horas de mi arresto.

Cuando el juez habló, ella estaba a mi lado.

Me dieron diez años de encierro en una cárcel de máxima seguridad.

Las cárceles mexicanas son tan horribles como te las imaginas, sobre todo si eres una niñita asustada como yo. Las condiciones de vida eran increíblemente sucias y desagradables, y ser estadounidense en una cárcel tercermundista fue una tortura cotidiana. Dormía en una cama de cemento rodeada de muros de cemento. No había vidrio en las ventanas, sólo barrotes, así que las cucarachas, los ratones, las arañas y hasta los gatos se metían por la noche. Comía frijoles negros con las manos porque no nos daban cuchara, y el agua de la llave que nos obligaban a beber estaba contaminada, sucia y café. Vomité o tuve diarrea prácticamente todos los días. En el Día de Acción de Gracias nos ofrecieron un festín: cinco galletas de animalitos y té, y yo pensé que eso era lo mejor del mundo.

Lentamente, pasaron tres meses. Extrañaba tanto a Xavier, que me quemaba el corazón. Tenía derecho a una llamada telefónica al mes: reuní el valor para llamar a mis padres.

—Lo siento. Estoy muy avergonzada. Lo siento muchísimo.

—Está bien, nena, te queremos. Tienes que ser fuerte.

Cuando mi hermana regresó de México, se sentía culpable por haberme abandonado. Saber que yo sufría le pesaba tanto que dormía en el frío piso de loseta, para tratar de entender mi dolor. Pero todo el amor y el apoyo de mi familia me hacía sentir indigna. Me arrepentía de todo por lo que los había hecho pasar y me odiaba por haberme tapado los oídos en lugar de haberle hecho caso a mamá. Todas las noches me hincaba y le rezaba a la Virgen María.

—Por favor, sácame de aquí —lloraba y rogaba.

Le hice toda suerte de promesas:

—Voy a cambiar de vida. Voy a ser una buena madre. En el suelo de concreto, mis rodillas se despellejaron y sangraron, pero yo seguía rezando todas las noches.

Antes de ir a la cárcel conocí a un tal Leo que era dueño de un taller mecánico. Yo tenía un coche elegante, con rines, muy lujoso y brillante. Cuando lo llevé a pintar conocí a Leo y supe que le gusté de inmediato. Yo era muy independiente. Tenía mi propio dinero, poseía un auto caro y vivía la vida con holgura. Para una chica de nuestro barrio eso era raro. Leo no me trataba como si fuera menos: era respetuoso y absolutamente impresionante. No tardamos en comenzar a salir.

Yo sabía que él vendía drogas porque había ido a su departamento y vi una báscula gramera y un contador de billetes, pero eso no me importaba. Me gustaban su coche y su casa lujosa. Además tenía un negocio que mis padres creían que era auténtico. Era cortés y tenía buenos modales. Se vestía bien, no superfachoso como los pandilleros con los que me juntaba cuando era más chica.

A unos meses de que comenzó mi sentencia, Leo llegó sin anunciarse.

—¡Dios mío, Leo!, ¿qué haces aquí? —dije cuando lo vi.

Había pensado un poco en él, pero no había utilizado mi llamada mensual para hablarle, ni mucho menos le había pedido que fuera. Acabábamos de comenzar a salir. Pero ahí tenía a alguien de carne y hueso de confianza, no a un federal antinarcóticos ni a un guardia pervertido. Era como una visión de la Santa Madre.

Leo se quedó un mes en la ciudad y me visitó todos los fines de semana. Tenía al alcaide en su nómina, así que hasta logró conseguir visitas conyugales una vez a la semana. Yo estaba en la parte federal de la cárcel, que era mejor que el lado estatal, donde se encontraban las asesinas y las ladronas. En mi sección había un montón de señoras mayores, esposas de capos, a las que habían encerrado por cargos de drogas, y Leo les agarró cariño. Nos llevaba langosta y filete y Snickers para acompañar, y pasábamos el rato juntos como una gran familia. Parecía una escena de Buenos muchachos. Yo sabía que les pagaba a los guardias para que las visitas fueran lo más largas posible, y si así funcionaban las cosas, pues así funcionaban. Como yo lo veía, Leo estaba al mando.

Un fin de semana hizo un anuncio.

—Le pagué doscientos cincuenta mil dólares a tu juez y te va a dejar ir.

Así nomás; iba a salir de ahí.

Nadie nunca había hecho algo así por mí, por lo cual estaba estupefacta. Estuve seis meses en ese hoyo y prácticamente salí corriendo de ahí el día que me dejaron libre. Leo me había salvado: me había dado una segunda oportunidad para ser una mejor persona.

Me casé con él cuando me rescató de la cárcel mexicana, no porque lo amara, sino por lo que había hecho por mí. Me sentía obligada. ¿Qué había hecho para merecer eso? ¿Qué no había hecho, en realidad? Tal vez me habría pasado la vida reaccionando contra una mamá a la que creía exageradamente estricta, o tal vez tenía demasiada de su insolencia. Pero todo se resumía a que yo deseaba una vida mejor, lejos de la casa monofamiliar en la Línea Azul, en Pilsen. Quería algún día abrir una estética, pero eso no me garantizaba una vida fuera del gueto. Igual que muchos conocidos míos, había acudido a las drogas. Así conseguía dinero la gente en nuestro barrio: tenía que pegar ladrillos de hierba en su tanque de gas, venderla en la calle o ligarse a un tipo como Leo para permitirse más de lo que una quincena de Dunkin’ Donuts podía darle.

Tuvimos una gran y hermosa boda y nos fuimos de luna de miel a Hawái. Yo quería proteger a mis papás de la verdad detrás de mi liberación, así que les dije que Leo contrató un abogado en México que había logrado ganar mi caso. En realidad, lo que me sacó fue su dinero. Mis papás pensaban que era lo mejor que me había pasado. Creían que era legítimo. ¿Y su taller mecánico? Sólo era una fachada.

Nuestros problemas empezaron casi de inmediato. Leo se volvió hipercontrolador y se negaba a dejarme salir con mis primas y mis amigas. Puso una grabadora bajo el asiento del conductor de mi Lexus nuevecito y le instaló un dispositivo rastreador. Una noche me siguió a un club de salsa al que había ido con mis amigas y me vació encima una copa de vino cuando me negué a irme con él. Mi cara, mi pelo, mi vestido blanco y mis joyas estaban empapados. Al principio juré que no me iría con él, pero lo hice. A fin de cuentas, tenía todo lo que siempre había creído que quería. Leo me iba a ayudar a salir adelante en el mundo. Con él, podía volver a la escuela y abrir mi estética. Con él, usaba Versace y Chanel, y asistía a juegos de campeonato de los Toros de Chicago, en el palco. ¡Había visto a Michael Jordan ganarse su quinto y su sexto anillos! Para una chica de Pilsen que tuvo un hijo a los quince aquel era un sueño hecho realidad.

Pero mi esposo se estaba convirtiendo en un monstruo.

Y estaba Xavier. Acabábamos de inscribirlo a una escuela genial, y yo por fin me estaba comportando como la mamá que debí haber sido desde el principio. Pero tenía que estar con un imbécil.

Mis papás acababan de celebrar sus bodas de plata. ¡Veinticinco años! Y todavía tenían una relación increíble en la que trabajaban cotidianamente. Yo creía que el matrimonio debía durar para siempre y quería que el mío funcionara. Pero mientras más lo intentaba, Leo se volvía más controlador. Manteníamos las apariencias. Contratamos un arquitecto y comenzamos a construir una casa enorme y hermosa en los suburbios. Era mi sueño. Pensé: Si puedo tener eso, puedo lidiar con esta mierda, ¿no? Sí, claro. Nos mudamos a la planta baja de la casa de mis papás mientras la nuestra estaba en construcción. Pero una mañana, cuando Leo salía para llevar a Xavier a la escuela, llegaron los federales. Iban por él. Justo enfrente de mi pobre hijo esposaron a Leo y lo arrastraron hasta la patrulla. Xavier comenzó a gritar, así que mi mamá salió corriendo.

—¡Dios mío, se están llevando a Leo! —la oí decir.

Estaba histérica.

—¿Qué están haciendo en mi casa? ¿Por qué se llevan a mi yerno?

Obviamente no tenía idea de que Leo vendía drogas. Yo seguía en la planta baja, y pensé: Mierda. Pasé los siguientes diez minutos corriendo por el sótano como gallina sin cabeza, destruyendo todos los papeles y recibos que pude. No quería que los federales descubrieran nada que no supieran ya.

Por supuesto, no fue suficiente, porque ya tenían todo lo que necesitaban. Le levantaron cargos por conspiración para distribuir drogas y por lavado de dinero, y confiscaron nuestra casa, un millón de dólares en joyería, nuestro Navigator, nuestro Lexus y un montón de bienes.

El caso contra Leo era firme como una piedra. Se iba a ir un rato largo.

Traté de ser su apoyo, actuando como una buena esposa, y lo visité en la cárcel cada vez que podía. También podía hacer todas las llamadas que quisiera; entonces no había límite de trescientos minutos. Me llamaba todo el tiempo y era tan controlador como cuando no estaba encerrado.

No sólo estaba avergonzada: me hallaba realmente destrozada. Nunca quise lastimar a mis papás, pero les había roto el corazón otra vez. Mi padre había confiado en mí y yo le había faltado al respeto y lo había traicionado al meter a un narco en su hogar, su santuario. Por primera vez en su vida, mi mamá no encontraba palabras para recriminarme mi conducta, pero su silencio bastaba para hacerme sentir mal.

Leo estaba en la cárcel, sin casa y con una esposa que no podía controlar tras las rejas, y sintió que no tenía nada que perder. Se dio cuenta de que si no negociaba con las autoridades podría pasar aún más tiempo en la cárcel; así que decidió cooperar. Cuando me enteré de lo que hizo, le grité:

—¿Que hiciste qué? ¡Cómo te atreves!

En mi mundo, ser un soplón era lo peor. Era la máxima traición a todos tus ideales y te convertía en subhumano.

—Tuve que hacerlo —dijo—. Las cosas sólo van a empeorar si no lo hago.

—Pinche chivato —dije—. No puedo estar contigo. No te respeto. Sabías perfectamente en qué estabas metido. No eres un hombre. Yo tengo más huevos que tú.

Ese día lo dejé. No me arrepentí nunca de haberlo hecho. No quería tener nada más que ver con él y le pedí el divorcio. Acosarme había estado mal, y echarme una copa de vino encima había estado peor. Pero que haya sido un soplón era demasiado. ¿Era una excusa para dejarlo? No lo sé, pero fue la pinche gota que derramó el vaso.

Y, al parecer, iba a ser la gota que derramó el suyo también.

Por suerte, para entonces yo ya lo había superado.

 

 

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